Si bien es cierto que la historia del arte está plagada de grandes homenajes a los remansos de paz y belleza que fundamentan cada número de esta revista, inaugurar una sección cultural en Mi Jardín hablando de cualquier otro artista que no fuese Claude Monet habría sido, si no un sacrilegio, cuanto menos una gran injusticia.
Por Francisco Sánchez Egea // Fotos: Künstoriches Museum, Ateneo Wadsworth
Este pintor francés, nacido en París en 1840, ha sido, con total seguridad, el artista que más veces ha colocado su caballete entre arriates y parterres. Evidenció la importancia que las plantas tuvieron para él en numerosas ocasiones. Llegó a decir que nada en el mundo le interesaba, aparte de su pintura y sus flores. Estas lo convirtieron en lo que fue. «La jardinería es una cosa que aprendí de joven, cuando era infeliz; quizá es a causa de las flores que me convertí en pintor».
Si a esto sumamos el hecho de que el Impresionismo, del que es considerado por muchos su principal fundador, es el movimiento artístico en el que el jardín, como motivo pictórico en sí ha tenido una mayor presencia, dedicar las primeras líneas de esta recién estrenada sección a este artista era lo menos que podíamos hacer.
La cantidad de ocasiones en las que Monet se sentó a pintar sus flores es incalculable. Biógrafos, periodistas y amigos contemporáneos de aquella Francia, a caballo entre los siglos XIX y XX, cuentan que el artista pintaba, casi a diario, las impresiones que percibía en su jardín de Giverny.
Monet se instaló en este pueblo normando en 1883 y, aunque viajó mucho en años venideros, construyó aquí su hogar y su paraíso particular. No lo hizo en un día. Tras comprar la casa en 1890, fue adquiriendo terrenos colindantes hasta transformar 7.500 m² de un prado anexo en un jardín acuático. Allí el agua llegaba desde un riachuelo vecino. En este lugar instalaría en 1895 el famoso puente japonés de madera. Cubierto con una espesa cortina de glicinas, se convertiría, junto a los nenúfares, en uno de los motivos preferidos para sus últimos lienzos.
Se contabilizan más de 300 pinturas solo de este estanque, y eso que destruyó gran cantidad de cuadros por considerarlos de mediana calidad.
Las flores y las figuras se distorsionan, solo importa el conjunto y la impresión que produzca.
Un jardín para pintarlo
«Imagínense todos los colores de una paleta, todos los tonos en una charanga: ¡eso es el jardín de Monet!», escribió Arsène Alexandre para Le Fígaro a principios del siglo XX. Esos años eran cuando este espacio ya había alcanzado la cota de esplendor soñada por el artista.
Ciertamente, en esta suerte de Edén fabricado en Giverny, que Monet catalogó como «su mejor obra de arte», los colores se funden y entremezclan en estudiada armonía. Al plantarlas, el pintor coloca cada una de las especies elegidas, renovadas con asiduidad, teniendo en mente la imagen que quiere plasmar. Muestra una gran inclinación por lo exótico. Fue una afición importar desde países lejanos plantas prácticamente desconocidas en la Francia decimonónica, sin dejar a un lado especies más tradicionales.
Así, conviven lirios, capuchinas, sauces llorones, rosas, dalias, juncos, peonías, glicinas, iris, tuberosas, bambúes, algas, ninfeas… Miles de formas que nunca serán reflejadas con realista fidelidad, sino bajo el prisma de la sensación que transmitiesen en conjunto y su capacidad para reflejar la luz que tanto estudiaba. Cuentan que, cuando viajaba, escribía a casa constantemente para preguntar por cómo estaban sus flores. Su cuidado exigió las labores de hasta cinco jardineros al mismo tiempo, dedicándose uno de ellos íntegramente al estanque. Teniendo en cuenta que Claude Monet falleció en 1926 en Giverny, 43 años después de llegar al pueblo, su producción artística en este lugar es incuantificable.
Flores casi irreconocibles se funden unas con otras en una explosión de color y luz.
Monet y una vida entre jardines
Lejos de ser un simple capricho, el paraíso de Giverny fue la consecuencia de toda una vida entre jardines. Los mismos están presentes en su producción artística desde sus inicios. Resumiéndola (y mucho, que nos perdonen los historiadores, pero el espacio es limitado), podríamos decir que Monet descubre el motivo de las flores en la década de 1860, cuando pinta obras como Mujeres en el jardín y Terraza en Sainte-Adresse.
Era una época en la que la figura humana lo era todo. Plasmarla con talento podía coronarte en el famoso Salón de París. No obstante, lo mejor que salió de esta etapa fue el encuentro de Monet con la luz. Decidido a depurarla en sus lienzos, aun sabiendo que esta decisión frenaría su éxito a corto plazo, Monet sigue perfilándola en los jardines de sus casas de Argenteuil (1871-1875) y en Vétheuil (1978-1981).
En las obras que alumbró frente a ellos ya impera el estilo que lo haría uno de los artistas más importantes de su tiempo. Las formas distorsionadas son apenas un leve reflejo de la impresión que intenta captar, y toda la fuerza del conjunto radica en los colores y los cambios que luces y sombras producen en estos. Después llegaría Giverny: los nenúfares, el estanque, el puente japonés…
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